David Livingstone y su “Rosa de los Vientos”

John Arnold soñaba con épicas aventuras mientras perfeccionaba el diseño y la técnica relojera de su padre, maestro relojero; fantasías que se hicieron realidad cuando sus relojes contribuyeron a que intrépidos exploradores, como el Doctor Livingstone, no perdieran el norte.

David Livingstone era un explorador valiente y sagaz con una regia disciplina y muy organizado. Seguro que cuando allá por el 1855 se encontró con una de las maravillas del mundo: Las Cataratas de Mosi-Oa-Tunya a las que renombró en honor a la reina de Inglaterra como Cataratas Victoria, hibernaría por unos instantes su emoción y echaría una ojeada a su reloj Arnold and Son para saber la hora exacta de tamaño descubrimiento, antes de exclamar” Los ángeles tienen que detener su vuelo para ver un espectáculo como éste”.

Y es que la marca Arnold and Son comparte con el gran filántropo una vocación aventurera que le lleva a crear su fascinante modelo “Scout” con una esfera de sofisticado diseño y a la vez altamente legible, en la que destacan los índices dispuestos como los puntos de una brújula alrededor del disco GMT y la rosa de los vientos central. El espíritu pionero de John Arnold, fue de gran apoyo en la investigación de longitudes precisas.

Perdido en el tiempo de África

Ocho años había pasado el Dr. Livingstone en África ejerciendo de misionero, cuando en su afán por abrir rutas en el continente con propósitos religiosos y humanitarios, se adentra en el desierto de Kalahari en 1849 y va a dar cerca de la ciudad que luego llevaría su nombre, Livingstone, con la mayor cortina de agua del mundo con más de un kilómetro de ancho y 100 m de caída”: Mosi-Oa-Tunya” (El humo que ruge)- Las Cataratas Victoria. Fue uno de los momentos más grandiosos de su vida que se vio mermado por la ratificación de que el río Zambeze, desde los rápidos de “Kabrabasa” se hacía innavegable a causa de sus saltos y cataratas.

Su sueño de navegar el Zambeze durante 2.600 km desde Zambia hasta su desembocadura en el Océano Indico era una quimera.

Muy distinta a la de ahora era la época en que el filántropo David Livingstone desentrañó alguno de los secretos de África e incluso se perdió en ella, y así hubiera seguido, a no ser por el empeño en encontrarle del que sería luego su íntimo amigo, el periodista del New York Herald, Henry Morton Stanley. El valor del tiempo, su cronología era otra cuando solo el llegar a Zambia que, ahora lleva unas cuantas horas, entonces suponían meses. Cuando el Dr. Livingstone mirara su Arnold and Son, no sería para agobiarse porque llegaba tarde al gimnasio, o a recoger a los niños, o a la cita importantísima que con unos minutos de retraso le haría perder la operación comercial de su vida. El Dr. Livingstone consultaría el norte y el sur en su rosa de los vientos, para al anochecer volver a preguntárselo a las estrellas y miraría la esfera de vez en cuando, más por curiosidad que por necesidad, en un mundo en que lo último que tendría importancia sería la prisa.

Retroceder el reloj…

Si hay un lugar en la antigua Rhodesia del Norte, hoy Zambia en donde se puede sentir la influencia de Livingstone en cada rincón, detener el tiempo y entrar en romántica ensoñación con su epopeya, ese lugar es “The Royal Livingstone Hotel” a orillas del río Zambeze y a pocos metros de las Cataratas Victoria.

Ya desde el umbral de la puerta se perfilan los ventiladores que cuelgan del techo, las estancias abiertas para que entre el aire, y los enormes ventanales cubiertos por cortinas de lino a las que el viento les hace danzar de forma sinuosa.

El atuendo del personal del hotel de corte colonial acompaña la decoración de muebles de caoba, tumbonas de rejilla y tapicerías con motivos florales y animales. La escenificación africana va en aumento cuando al pasear por los jardines poblados con árboles de “mopane”, sauces, acacias y palmeras, una familia de cebras hace los honores, secundada por una cría de jirafa que les saca una cuantas cabezas y animadas por los protagonistas del hotel, los monos “vervet” que corretean por los salones robándole el desayuno a la clientela.

Al lado de la piscina que parece un apéndice del río, se encuentra el punto álgido del hotel: Su terraza de madera que como una hermosa balsa se adentra en el río y espera a los huéspedes. Está a punto de ponerse el sol; es el momento de sentarse en ese palco preferente y saborear un “Stanley Revenge”; Dulce venganza de Stanley a base de grosellas y vodka o un “Dr. Livingstone Presume” en recuerdo del primer encuentro entre los dos exploradores y ver como las aguas del río se vuelven violetas y el cielo que baila a su mismo ritmo pasa del rojo bermellón, al naranja y al rosa pastel para finalmente esconderse detrás del Zambeze.

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Si Livingstone levantara la cabeza…

David Livingstone protagoniza el cuadro del salón vestido de explorador y vigila a la hora del té a sus descendientes anglosajones que visten curiosos ropajes y llevan unos relojes enormes y de extraños colores a los que consultan continuamente. En la pintura que cuelga de las paredes del comedor el Doctor viste de oscuro y recuerda a ese misionero altruista que lucho por abolir la esclavitud y al que África rememora con amor. Mira a los comensales con ojos burlones y se estremece al oírles hablar de “su” enorme salto de agua con una familiaridad inadecuada. Escucha como unos lo sobrevuelan en avioneta o en helicóptero, otros se tiran en un ala Delta para no perderse nada y hay quien incluso hace “puenting” para quemar una adrenalina que en sus años, se quemaba sola. Y de todo esto el culpable es “The Royal Livingstone Hotel” que aunque simula haber retrocedido el tiempo, no para un segundo organizando safaris, excursiones y demás rituales extraños para que sus invitados no se aburran.

Y el Dr. Livingstone se pregunta si las horas serán las mismas, si en su Arnold and Son de 60 minutos la hora, ¿no entrarán ahora 120?. Se percata de que nadie utiliza ya ese cronómetro que él llevaba con orgullo, sintiéndose precursor en el maravilloso invento. Observa como los llamados “turistas” acuden a un extraño artefacto lleno de venas de colores que parece conducirles mágicamente al lugar deseado y que, incluso, de cuando en cuando reparte órdenes con una voz plana y monótona. Y se pregunta si todos esos años de ilusión y también de malaria y calamidades en su deambular por África, se hubieran quedado en nada a cargo de aquel intrigante ente que organiza el tiempo y el espacio en cuestión de segundos.

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