A pesar de que el nombre originario de la ciudad fue ”Marroukech” “vete deprisa”, cuando se llega a Marrakech, no entran ningunas ganas de irse.
La sensualidad de esta ciudad marroquí ha atraído durante siglos a gente variopinta que la ha convertido en su hogar. La fragancia del jazmín mezclado con los aromas de carbón quemado, canela y hachis envuelven el aire. La belleza de su flora: buganvillas, palmeras, hibiscos… el color ocre de sus muros y la viveza de sus tintes alegran la vista. Un paseo por la famosa plaza de Jemaa el Fna y por el zoco es una provocación continua para los sentidos. Tanto, que parece como si antes hubieran estado dormidos.
Los músicos amenizan la plaza tocando melodías de las que se traslucen los múltiples orígenes de la ciudad. En sus notas se adivinan tonos andalusíes, bereberes, y africanos. Mientras, los encantadores de serpientes manejan al reptil a su antojo y los echadores de la buenaventura tratan de cantarle su suerte a los numerosos turistas que contemplan absortos el espectáculo de la enorme plaza, degustando un té con hierbabuena en algún “cafecito”, de los muchos.
La plaza es abierta y parece no tener fin. El zoco es un laberinto de callejuelas con arcos sinuosos por los que a duras penas se cuela algún rayo de luz, que lucha por brillar entre los tenderetes de pieles, artesanía, alfombras… Alli el griterío es constante. ¡Hay que regatear! Es una ofensa si no se hace. En el regateo se sopesan las habilidades de comprador y vendedor. Suele salir victorioso el vendedor y su mayor victoria consiste en hacerle pensar al que compra que se va con una ganga. Los puestos se suceden uno a otro, el murmullo no cesa y la pituitaria se activa al pasar por la zona de curtidores, en la que solo se ven hombres, o al llegar al gremio de los tintoreros con fragancias de páprika ya que la utilizan para teñir de rojo o añil si trabajan con el azul.
De cuando en cuando el aroma de las especias llena el aire. Las cestas rebosantes de sabrosos condimentos son el punto álgido del zoco. Embellecen el mercado con su colorido, y de sus efluvios variados se auguran sabrosos guisos. Las farmacias compiten en variedad y colorido con los puestos de especias, y en sus estanterías múltiples botes de cristal con hierbas y ungüentos, contienen el secreto para curarlo casi todo, si se sabe como utilizarlos. La mandrágora por ejemplo, tomada en pequeñas cantidades es un afrodisíaco que se transforma en adormidera si se va la mano…
La riqueza del contraste
Chiquillos que persiguen a los turistas se ofrecen como guías; conocen el puesto más barato, el restaurante mejor… ¡ son imprescindibles!, segun ellos. Mujeres con burkas, hombres de chilabas, beréberes de rasgos algo más claros, extranjeros. La calle es una mezcolanza de gentes y de tiempos.
El coche más lujoso y moderno se codea con el borrico de las alforjas y las costumbres más ancestrales conviven con los últimos adelantos. Así es la ciudad de Marrakech que le dio su nombre a Marruecos. La fundó el jefe Almorávide Youssef Ibn Tachfin en el 1062 al considerarla un punto estratégico al lado del Gran Atlas, pero el origen de esta región está vinculado al pueblo berebere. El hijo de este trasladó a la ciudad lo mejor de los pensadores y artistas, la embelleció, desarrollando sistemas de riego y la defendió contra las múltiples tribus que la reclamaban, hasta que el jefe de una de ellas Abd al-Mumin se declaró “príncipe de los creyentes” y se instaló en Marrakech. De esta época procede La Kotubia, hermana gemela de la Giralda de Sevilla. Cenetes y benimerines fueron sucesivas tribus beréberes que rigieron el país. Testigo de la era benimerín es la Madrasa, la más famosa escuela coránica. Con el paso de las tribus, el Reino fue decayendo, hasta la llegada, a mediados del s. XV de los saadies, de origen árabe, constructores del suntuoso Palacio de Badi y las tumbas saadies.
Un toque europeo
El periodo colonial europeo lo protagonizó Francia pero la presencia de españoles y portugueses tuvo gran importancia, legitimándose el “Protectorado de Marruecos” con el Tratado franco-español de Algeciras en el 1906. Conceptos urbanos europeos llegaron a Marrakech con la colonización francesa como el barrio de Gueliz. Se abren bancos y comercios, se levantan hoteles como la famoso “Mamounia” sobre lo que habia sido el Palacio de Mamoun. Francia reconoce la independencia de Marruecos el 2 de Marzo de 1956. Oficialmente Francia dejó Marruecos, pero extraoficialmente nunca lo han abandonado. A pocas horas de vuelo sigue siendo un oasis para Europa y una ciudad glamorosa con un encanto especial que la hizo en los años ochenta aparecer en las revistas de lujo, desde que el decorador americano Bill Willis la popularizó con “el concepto Marrakech” mezcla de orientalismo y lujo en la decoración y en la forma de vivir. Jacques Mayorelle también lo sintió así y creó uno de los rincones más pintorescos de la ciudad que tras años de abandono fue recuperado y sacado de nuevo a la luz por Yves Saint Laurent. El afamado modisto instaló allí su casa y levantó un pequeño museo con jardines para el deleite de los visitantes.
Otro rincón tan exquisito como la mansión de Saint Laurent es “La Menara”. Levantada en el 1870 sobre un estanque almohade del s. XII para albergar las citas de los sultanes, tiene un sistema hidráulico que canaliza el agua desde el Gran Atlas.Los tonos pasteles del atardecer realzan su belleza y añaden un toque misterioso a la magia de Marrakech.