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A pesar de que el nombre originario de la ciudad fue ”Marroukech” “vete deprisa”, cuando se llega a Marrakech, no entran ningunas ganas de irse. La sensualidad de esta ciudad marroquí ha atraído durante siglos a gente variopinta que la ha convertido en su hogar. La fragancia del jazmín mezclado con los aromas de carbón quemado, canela y hachis envuelven el aire. La belleza de su flora: buganvillas, palmeras, hibiscos… el color ocre de sus muros y la viveza de sus tintes alegran la vista. Un paseo por la famosa plaza de Jemaa el Fna y por el zoco es una provocación continua para los sentidos. Tanto, que parece como si antes hubieran estado dormidos. Los músicos amenizan la plaza tocando melodías de las que se traslucen los múltiples orígenes de la ciudad. En sus notas se adivinan tonos andalusíes, bereberes, y africanos. Mientras, los encantadores de serpientes manejan al reptil a su antojo y los echadores de la buenaventura tratan de cantarle su suerte a los numerosos turistas que contemplan absortos el espectáculo de la enorme plaza, degustando un té con hierbabuena en algún “cafecito”, de los muchos. La plaza es abierta y parece no tener fin. El zoco es un laberinto de callejuelas con arcos sinuosos por los que a duras penas se cuela algún rayo de luz, que lucha por brillar entre los tenderetes de pieles, artesanía, alfombras… Alli el griterío es constante. ¡Hay que regatear! Es una ofensa si no se hace. En el regateo se…Read More