
SOL DE INVIERNO
La novela se sitúa al principio de los años 80, en una Polonia lista para el cambio de la mano del sindicato de Solidaridad.
La pianista Anna Jakubowicz es una mujer cauta y sensible, cuyo sueño es participar en el Premio Internacional de Piano Frederick Chopin. Anna siempre ha estado inmersa en su propio mundo, hasta que el momento político de la nación le obliga a vivir una realidad , hasta entonces , muy ajena a ella.
La Polonia de aquellos años con sus costumbre, ideología y la vida cotidiana se reflejan en “Sol de Invierno” y se suman a la historia de Polonia , a la historia de Europa en resumidas cuentas.

SOL DE INVIERNO… FRAGMENTOS.
Nieve.
Al abrir los postigos de las ventanas, el resplandor de la nieve recién caída, aún inmaculada, iluminó la habitación y el ánimo de Anna para poner en marcha un día más el tedioso engranaje de la cotidianidad.Todos los inviernos nevaba, nada nuevo para ella, y sin embargo la imagen primera de la Ciudad Vieja cubierta de blanco no dejaba de asombrarla. Acababa de terminar noviembre, insípido y gris. A su paso había barrido las pocas hojas que quedaban en los árboles y que daban un pequeño toque de color. Después, el gris del cielo se confundiría con el del suelo y con el de los bloques que el auge socialista había levantado, poblando la ciudad de cemento, también gris.
Se había quitado el abrigo y la bufanda, pero su gorra negra de marinero seguía sobre su cabeza. La mente de Anna se puso a maquinar, uniendo los cabos que quedaban sueltos desde que el trigueño había cruzado el umbral de la puerta; manifestación, cicatriz, gorra marinera, a la fuerza tenía que venir del norte, de los astilleros de Gdańsk o Gdynia. Allí era donde se estaba fraguando el cambio, allí se había formado el Sindicato, que acababa de cumplir un año desde su nacimiento y que ya contaba con diez millones de seguidores,
— ¡Pobrecita! —dijo Dorota, rematando la conversación. Era su expresión favorita, y al decirla, su boca y sus ojos se llenaban de compasión. ¡Tienes que divertirte! —siguió su amiga, mientras encendía un pitillo enfundado en una larga boquilla burdeos a juego con su vestido. ¡Claro que, tú no sabes divertirte! ¿Verdad, ardilla mía? —le insistió, dándole un cariñoso pellizco en los mofletes.Consiguió que Anna se riera. Dorota sabía hacerla reír, ella sí que era una experta en divertirse y gozar de la vida, hasta en las sórdidas colas encontraba motivo de jolgorio, jugando con los compradores y la mercancía a su antojo. La encargada la había dejado por imposible y hacía la vista gorda cuando la escuchaba decir a alguien que no le había caído simpático: “Nie ma, i nie bedzie”, y, tras asegurar que el producto estaba agotado y no se iba a reponer, vendérselo a alguien con mejor talante
La vista de la Plaza medieval del Mercado, les dejó inmóviles. Ya la podían haber visto cientos de veces que su majestuosidad les seguía conquistando. Los arcos detalladamente adornados, el reloj del campanario al que al dar las horas le secundaba una trompeta que graciosamente aparecía de un ventanuco de la iglesia cercana y tocaba en señal de asentimiento , la grandiosidad de los edificios que la rodeaban, era un espectáculo único, al que había que añadirle, como un peldaño más a su singular belleza, la nieve recién caída y el silencio de los copos al posarse delicadamente sobre el suelo.
Siempre que Anna regresaba a Zakopane, la sombra de su niñez le cogía de la mano y se encargaba de recordársela. No es por que hubiera sido la suya una infancia especial; aún recuerda que mientras la vivía le había parecido tediosa. El piano fue lo que le salvó de permanecer inmersa en una realidad que hubiera podido con ella. Gracias a su madre, se enamoro desde niña de las teclas. Todavía podía verla sentada ante el piano, con su cabello negro cayéndole sobre los hombros y con sus ojos, pequeños como los suyos y de su mismo color indefinido, que brillaban como si al sentarse en el banquillo, una luz invisible se encargara de encender la chispa de sus pupilas que durante el resto del día permanecía apagada. Cuando a veces, pocas, Anna se quejaba de la disciplina que le imponía la música, su madre sonreía con tristeza y le contestaba que algún día comprendería que ningún amante le daría las satisfacciones que le iba a dar el piano. “Sólo tuyo, Ania; no tendrás que compartirlo con nadie y nunca te abandonará. Entenderá mejor que nadie tu alegría y tu tristeza; cómplice de tus más íntimos deseos durante el resto de tus días.”
Se vistió con su traje de terciopelo negro, escote en pico, medias mangas y largo hasta el suelo. ¡El traje de los conciertos! Se lo había hecho la Tía Danuta para su primera actuación, hacía ya cinco años, en el Teatro de Zakopane; lo adornaba con un collar de perlas blancas que le envió su madre de algún lugar en el mundo. Se maquilló para resaltar el azul nebuloso de sus ojos, se roció del Elizabeth Arden que le había regalado Jean, y cogiendo la partitura salió decidida a conquistar a su público. Seguía sin nevar y el brillo del sol la alumbró como un faro de luz hasta la magnifica residencia de verano del último rey polaco, Stanislaw August Poniatowski, el Palacio neoclásico de Łazienki. Al entrar en los jardines del Palacio, poblado de pinos, robles, sauces llorones y demás árboles centenarios que invernaban a la espera de la primavera, se detuvo ante la escultura de Chopin en la que sus dedos se funden con el piano y conciben una obra maestra; la mano del músico pasa por una hermosa metamorfosis hasta quedar convertida en un árbol que envuelve al hombre, a la música y a la naturaleza. Entró por la parte trasera del pabellón de cristal, donde se celebraba la actuación.
Se oyeron voces y risas y al abrir Ludovic una puerta desvencijada, el panorama cambió de raíz. El Teatro Nacional de Gdańsk por fin les mostraba su grandeza. Al patio de butacas, inclinado, le coronaban cuatro niveles, el primero de ellos, destinado a los palcos y el palco del centro, en donde todavía se adivinaba el escudo de la Polonia de antaño, borroso y descolorido, estaba reservado para los reyes. El tapizado de las butacas era de terciopelo rojo, ya bastante raído, y no faltaba el oro viejo en el marco del escenario y bordeando la madera de caoba de cada butacón. Las risas y voces venían del escenario en donde los actores, con vestimentas de diversas épocas de Polonia, ensayaban la obra que se estrenaría después de la huelga. Jarosław se había quedado mudo al ver a los actores en acción. Sin mediar palabra, tomó asiento en una de las filas primeras, dejó su equipaje en otra y se dispuso a ver el ensayo, olvidándose de acomodarse primero, tal y como les había mencionado en el trayecto desde la estación. Halina siguió su ejemplo y sentándose a su lado le agarró con fuerza el brazo, apoyándose en su hombro, con gesto expectante ante la opinión del Director. Los demás hicieron lo mismo y se aposentaron al lado de Anna que discretamente se había sentado dos filas detrás de sus amigos, para dejarlos comentar libremente. La mitad del escenario la ocupaban una decena de cómicos, cuya vestimenta variaba: desde el disfraz de macho cabrío, pasando por los caballeros teutones, reyes, científicos… Fácil era deducir que emulaban trazos significativos de la historia polaca.
Centenares de personas se hacinaban en los astilleros y sus alrededores, formando un cuerpo común que la nieve se esforzaba por esconder en su blancura, como si la suavidad de los copos cayendo sobre las cabezas, pintando los ropajes y los tanques, y las metralletas, y los uniformes, pudiera evitar lo inevitable, pudiera esconder el escarnio que se avecinaba, posponiéndolo para cualquier otro día soleado en que las cosas matizadas por sus rayos parecieran más reales.
Nevaba cada vez con más fuerza y el viento soplaba con ira haciendo rugir a las olas que rompían en los desconchados barcos medio abandonados en el puerto, unos para desguace, otros para hipotéticos arreglos. Una masa humana avanzaba silenciosa entre el paisaje férreo de grúas y buques. No tenía cara, no tenía gesto. Abrigos de becerro, chaquetones marineros, bufandas, capas, y las predominantes gorras negras con su cordoncillo, representativas ya de los trabajadores del norte, se confundían entre ellos formando un tejado de fieltro, una seta desmesurada que adornada con los copos recién caídos se movía con un ritmo acompasado hacia el parapeto humano que la milicjia había formado en las lindes del puerto para evitar su entrada.
Se metieron los cuatro en el fiacik de Marian; Jerzy conducía con Anna a su lado. Atrás, Halina enredada entre las garras de Jarosław asomaba su cabeza colegiala y unos ojos expectantes que le hacían parecer un gato africano. Tan oscuro estaba el día que no habían apagado las luces callejeras. Jerzy comentó que no era debido a las brumas, poco les importaba que el viandante tuviera bien iluminado su camino. Habrían dejado las luces para mayor vigilancia, pues un día como ese haría las delicias de los subversivos si no fuera por las indecorosas luces de neón que cada pocos metros les hacía vulnerables.Pasajeros de la niebla, avanzaban con cautela por la carretera resbaladiza que les llevaría a Sopot.
Una mujer y dos hombres de apariencia eslava hablaban con el grupo de refugiadas. Su vestimenta y su color les hacían veteranos en Sydney. La mujer tenía una cara agradable y una trenza larga que le caía sobre el hombro izquierdo. Por las arrugas de su cara se traslucía el paso del tiempo, aunque su sonrisa era fresca, casi infantil. Los dos hombres tenían canas, ojos claros, alta estatura y fuerte complexión. Recordaban a Jerzy, pensó Anna, así sería pasados unos años. Al acercarse, les escucharon hablar en polaco a sus compañeras. Sabían de su llegada y eran el comité de bienvenida de la comunidad polaca en Sydney que les ayudaría a establecerse en la ciudad. Les invitaron a seguirles hasta una camioneta en la que se acoplaron todos, dado el escaso equipaje que traían y, por el lado contrario de la carretera al que ellas estaban acostumbradas en Polonia, emprendieron la marcha hacia una nueva vida. Małgorżata y las demás lanzaban preguntas atropelladas. Cómo era la vida, cara, barata, qué harían, de qué vivirían, etc.etc.
— No he dejado de pensar en Polonia ni un solo instante. Sueño con volver, pero entretanto, Ania, puedes disfrutar de lo que te rodea, y que pronto vas a perder. Estás completamente cerrada, kochana. ¿Qué piensas, que si haces alguna concesión a esta tierra te va a tragar sin pedirte permiso? La decisión está en ti, y la hiciste antes de llegar, no por eso tienes que ponerte una venda como si tuvieras miedo de caer en la tentación. Ya que has empezado, sigue, ahora te toca decirme que la obra no vale . Lo sé. Tanto, que creo que la voy a cancelar. Fuera de su contexto no tiene sentido. No tenemos que demostrar nada a nadie. Ni los polacos exiliados la van a entender. Hacía falta vivir el momento, estar con la presión hasta el cuello, la milicja llamando a la puerta. ! No ¡Aquí no tiene fuerza, es una mamarrachada. Se acabó —terminó Jarosław, apurando la siguiente copa de vodka y brindando con Anna, exultante al haberse vaciado y al haber conseguido su doble propósito, cortar de una vez con la pantomima del teatro y hacerle sentir a Jarosław su añoranza por Polonia.

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